Las
trincheras seguramente ese día eran más frías que ningún otro, era la navidad
del año 1914 y una cruel guerra azotaba los más prósperos campos de Europa. Una
parte de la más brillante generación de la época estaba estancada en entre el
fango de Yprés, Bélgica y este era tan solo uno de los frentes en los cuales
los más jóvenes se encarnizaban en una sangrienta lucha de potencias. Sus
países les pedían el último sacrificio con tal de mantener un orden mundial.
Aquella
tarde de invierno más que el viento helado, el frío lo producía estar lejos de
sus familias en una fecha tan especial. Cinco meses antes Alemania había
invadido Bélgica con la clara intención de llegar hasta Paris pero británicos y
franceses establecieron un perímetro en el cual se libraba una mortífera
batalla. Cada centímetro de tierra era disputado con la mayor ferocidad y
valentía.
El
ímpetu de los combatientes disminuía a medida que la sangría continuaba y
ninguno de los bandos podía avanzar sobre territorio enemigo. Esa era tal vez
para muchos la primera navidad que pasaban lejos de sus familias y a pesar del
esfuerzo del ejército para que el correo llegara a tiempo, una creciente
nostalgia se apoderaba de las trincheras inundadas y llenas de insectos.
En
las posiciones alemanas sus soldados reúnen los pocos adornos navideños que
reciben y confeccionan un improvisado árbol de navidad, mientras de las
trincheras británicas a escasos 36 metros se entona el villancico “noche de
paz”.
Hacia
el final de la tarde los alemanes decidieron hacer contacto. Bernard J Brooks,
sargento británico destacado en el lugar, describe en una carta como sus
rivales les propusieron en inglés no disparar y encendieron una fogata junto a
la cual empezaron a cantar también mientras caía la noche.
La
mañana del 25 de diciembre, los británicos mueven su ficha. Willie Loasby fue
encargado con una misión de suma importancia y peligro. El joven soldado debía
salir de las trincheras y acordar una tregua con los teutones. Lentamente asomó
la cabeza y se dispuso a recorrer el corto trecho que separaba sus posiciones.
Mientras
recorría la “tierra de nadie” sus compañeros estaban alerta a responder
cualquier agresión pero afortunadamente lo que encontró fue un fraterno saludo
de un oficial alemán que con diligencia le ofreció una tabla de chocolate, seis
cigarrillos y le propuso jugar un partido de fútbol.
Sin
vacilar los británicos, además inventores del hermoso deporte, aceptaron.
Rápidamente se formaron 2 equipos y en pocos minutos ya se disputaba un emocionante
clásico europeo. Ni las endebles porterías
improvisadas con sombreros militares, ni el hielo que cubría el suelo
impidieron que el balón rodara en el campo de batalla por una hora y por esos
minutos los jugadores y espectadores se olvidaran de lo cruel de la guerra.
Pronto
el día terminó y cada bando regresó a su trinchera para padecer tres años más
de una de los conflictos más determinantes y letales en la historia de la
humanidad. Este instante de hermandad, deportividad y sentimientos fue conocido
como la “tregua de navidad”.
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