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Ya iban a entrar, era el 4 de Junio de 1954, todos los jugadores alemanes se disponían a tomar su puesto en el autobús que los llevaría al Wankdorf Stadium de Berna donde disputarían la final del mundial de Suiza, todos hacían fila y un desánimo reinaba en el Belvedere, hotel frente al lago Thun donde se hospedaba el ´Mannschaft´, el día era maravilloso pero no para ellos, poco antes de subir Fritz Walter sintió que unas pequeñas gotas de agua se estrellaban contra su rostro, miró al cielo y sobre su hombro le sonrió a Sepp Herberger, su entrenador, ahora todo era posible.
Habían pasado nueve años después del fin de la guerra y cuatro después que el equipo nacional regresara a los campos de juego, los mismos que llevaba la selección de Hungría sin perder, comandada por un insuperable Ferenk Puskas ahora era el último escollo entre los alemanes y la Copa, una Copa que reivindicaría a todo un país sumido en el ostracismo después de la derrota de la Segunda Guerra Mundial y que intentaba renacer de sus cenizas.
Los “Magiares mágicos” llevaban 32 partidos invictos, consiguieron la medalla de oro en los juegos olímpicos de Helsinki 52, habían sido el primer equipo en derrotar a Inglaterra en el mítico Wembley con un humillante 3-6 y además contaban con un ataque inigualable conformado por el Sandor Kocsis, Zóltan Czibor, Nandor Hidegkuti, József Bozsik y el mismo Puskas, ya en una ronda preliminar del torneo le habían endosado al conjunto “Teutón” un categórico 8-3 lo cual los ponía como indiscutibles favoritos para levantar la Jules Rimet.
Helmut Rahn miraba por la ventana como una leve llovizna invadía las calles de Berna, el delantero del Essen, taxista de profesión todavía no sabia si iba a ser titular, “el jefe” como era conocido no tenía una buena relación con el viejo Herberger y no había gozado de regularidad durante el campeonato, solo esperaba una oportunidad.
Fritz Walter, capitán del equipo, se miraba con su hermano Ottmar, los dos sabían que esta era la clase de campo que le gustaba al 16 que en el Kaiserslautern había aprendido todos los secretos de jugar en un campo embarrado.
Sepp Herberger también tenía su plan, el arma secreta de Alemania sería usada, “Adi atornilla los tacos” le dijo a un pequeño hombre entrado ya en los 50 que le acompañaba al entrar al estadio, Adolf Dassler (fundador de Adidas) había diseñado unas botas de futbol con tacos intercambiables, se podían adecuar al estado del terreno y en el empantanado césped del Wankdorf les vendría de maravilla, unos tacos más grandes que evitarían resbalar tontamente a sus jugadores.
60000 almas rugían en el estadio, todo estaba listo para la final del primer mundial de la post guerra realizado en Europa, en Alemania miles de personas sintonizaban la radio, las tabernas con televisores eran abarrotadas de fanáticos que temían una vergonzosa derrota de nuevo, el país se paralizaba otra vez, ahora por una causa noble, el fútbol.
Rahn se enfundó en la número 12 blanca, acomodó bien sus botines y ató fuertemente los cordones, tenían oportunidad, el campo húmedo les favorecía y él era titular, en el otro extremo del camerino Walter se daba ánimos, era un tipo duro, había servido como paracaidista en varios frentes y ahora se enfrentaba al mayor reto de su carrera futbolística, tenía confianza en su equipo ya nada era imposible.
Adi se esmeraba porque cada bota quedará bien ajustada, la reputación de su joven empresa dependía de ello y Sepp Herberger miraba atentamente su tiza antes de escribir en una pequeña pizarra, en su cabeza daba vueltas una frase: “el balón es redondo y un partido dura 90 minutos” era su argumento de defensa cuando la critica prensa alemana le atacó antes de llegar a donde estaba, la final de un mundial, garabateó algunos nombres y se preparó para hablar.
Puskas, vestido de rojo, Walter a su lado de blanco, fueron los primeros en salir, la “escopeta”(traducción de su apellido) húngara regresaba después de cuidarse bien una lesión producida precisamente en el primer choque con los “teutones” cuando Liebrich, duro zaguero central germano, le entró con mala intención
El inglés William Ling llevaba bajo el brazo el balón de cuero que depositó suavemente en el centro del campo después de los actos protocolarios, Jules Rimet en el palco custodiaba la Copa que llevaba su nombre, Herbert Zimmermann ocupaba su lugar al frente del micrófono, narraría el partido en directo para toda Alemania.
Suena el silbato, empieza el partido y Hungría sale a arrollar, nadie en el estadio duda, ni el mismo Zimmermann, que la victoria “magiar” es cuestión de tiempo, Puskas recoge un rebote de la defensa y cruza el balón al otro palo de Turek , guardameta alemán, 1-0 y tan solo iban 6 minutos, saca Walter desde el centro pero la banda de Gusztáv Sebes (entrenador húngaro) presiona rápidamente y en un desdoble al ataque aprovecha los nervios de Turek, Czibor pone el 2-0 instantáneo, Rahn no lo puede creer, se agarra la cabeza y vuelve a poner el balón en el circulo central, 8 minutos fatales, el recuerdo del 8-3 rondaba en el ambiente.
No se rendirían fácilmente, empiezan a hacer pases en el centro, el pasar de los minutos podría mitigar un poco los nervios, Schaffer se desprende por izquierda, el habilidoso extremo hace un cruce al área a ras de suelo, Buzansky pierde de vista el balón escasos segundos y mide mal, Max Morlock llega como una locomotora y lanzándose en plancha anota el primero para Alemania.
En los bares se escucha el primer grito, muchos vuelven a la carrera después de abandonar sus puestos pocos minutos antes, solo se escucha en las calles el ruido de los radios chillando a todo volumen con la voz de Zimmermann.
Walter pide calma a sus compañeros, la embestida de los húngaros más parece uno de los bombardeos acaecidos años antes en su patria, hasta tres disparos golpean violentamente los palos de madera de la portería de Turek, este también volando como un felino ha conjurado los lanzamientos de Puskas y compañía. Fritz pide el saque de esquina, ve a Rahn al borde del área, patea, Helmut empalma y consigue el empate.
Una “o” se dibuja en la boca de los asistentes al estadio al término del primer tiempo, los alemanes empiezan a creer en su equipo, para el segundo tiempo el miedo escénico ha pasado, los marcajes bien repartidos por Herberger anulan a los cerebros húngaros, Bozsik no logra pasar a Ottmar Walter quien cuida bien la espalda de su hermano que se dedica a crear jugadas de ataque, el campo esta completamente empantanado, muy pesado y Fritz se siente como pez en el agua, Schaffer roba un balón y busca a su capitán quien ve como “el jefe” (Rahn) esta en el borde del área, le da un pase atrás de cabeza, este domina el balón y pone un tiro rasante al palo izquierdo , Grosics se estira… Gol, Zimmermann grita como nunca en su vida, “¡gooool, goooool, gooool!... (pausa), A cinco minutos del final Alemania gana… (pausa de nuevo) ¿3-2? ¿estare loco? ¡pellízquenme que no lo creo!”.
Herberger se seca la lluvia de la cara y se voltea, esboza una sonrisa cómplice con Adi Dassler , Ling invalida el último intento de “escopeta” por fuera de lugar y se lleva el pito a la boca, tres silbatazos y Alemania es campeón del mundo, los jugadores se confunden en un abrazo en el medio del campo.
Jules Rimet le entrega la Copa a Fritz Walter quien la recibe y le da un apretón de manos, nunca se imaginó esto cuando estaba en un campo de prisioneros en Rusia, ahora era el capitán del primer equipo alemán campeón del mundo, Rahn abrazado a sus compañeros sonreía sabia que no volvería a ser suplente después de esos dos goles.
Con un país renaciendo de las cenizas dejadas por un melómano que los condujo a la destrucción casi total, esta victoria fue como un regalo de esperanza después de tanta dificultad por eso hoy en día se conoce como “el milagro de Berna” y difícilmente su leyenda se borrara de los anales de la historia.
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